El rescatista descendía por el túnel hacia el hedor acumulado en el fondo; peldaño a peldaño, se sumergió en los 150 metros del viejo pozo clausurado. La lámpara aferrada al casco alumbraba la pared de la mina; delineaba siluetas suspendidas en el vacío, trabadas en las vigas, y rocas con tallones de sangre. Al fondo del viejo respiradero, en vez de piso encontró un charco de agua estancada del que emergía una montaña formada por bultos parecidos a lomos de cerdos. Pero eran personas. Una pila de restos humanos, entre brillosos y parduscos, con la textura jabonosa de la descomposición. Sus rostros estaban firmados con el rictus de la angustia. Todos con la marca registrada del crimen organizado: las muñecas atadas por la espalda, la cinta canela clausurándoles la vista, el calzón hecho nudo adentro de la boca o el costal anudado a la cabeza al momento de las torturas.
El domingo 6 de junio de 2010, el cadáver número 55 fue extraído de la mina La Concha, de Taxco, Guerrero. Fue el último. Sólo en ese momento se supo que no había otro abajo.
Con el número 55 a la intemperie, la misión del rescatista y sus colegas concluyó. Aunque la tarea se le grabó indeleble en los sentidos. Sus fosas nasales conservaron el olor de la carne pudriéndose en aguas fétidas, que no respetó mascarilla alguna; el tufo quedó prendido en sus guantes, en su overol, en las cuerdas, resistiendo miles de lavadas con desinfectantes. La imagen de los cuerpos suspendidos en las alturas, como volados sobre el abismo, se le atenazó en la mente. También la sensación de impotencia que lo invadió cada vez que esculcaban el charco pútrido y encontraban nuevos cuerpos. Uno. Otro. Otro. (No, por favor, no más.) Y otro. Y otro.
Conservaba frescas, en las paredes de la memoria, las frases de la perito forense que en voz alta describía cada despojo humano que inspeccionaba. En particular los diagnósticos sobre algunos —aquellos con un rictus de dolor o los ojos desbordados por el espanto— que habían sido aventados vivos.
Los muertos se le trepaban a las pesadillas; incluso una semana después de esa misión tuvo una.
“Se me vino la impresión de los cuerpos, me sentía como muerto, y yo me tocaba y mi cuerpo se sentía igual que ellos, era la misma sensación que se sentía al tocar los de ellos”, me contó en un desahogo, en las instalaciones de Protección Civil de Chilpancingo, al cumplirse un mes de la pesadilla.
“Y me desperté.”
El rescatista, de uniforme rojo, bigote desparpajado y piel morena, no quiso recordar su encuentro con los saldos descarnados de la guerra moderna que se libra en México; tampoco se animó a dar su nombre.
“Dejémoslo así, en el anonimato.”
A unos metros, en un escritorio contiguo, otro de sus compañeros repasaba en una computadora varias fotografías del infierno captado con celular. Ahí está la caverna. Clic. Los peritos con escafandras blancas; los rescatistas con overol rojo. Clic. La bocamina desde las alturas. Clic. Los cuerpos encimados. Clic. El horror que a todos enmudece.
Las imágenes dan cuenta de la fosa clandestina más grande de la época reciente: el pozo La Concha, que en lugar de plata albergaba humanos rotos, vidas a media escritura, un yacimiento de dolor acumulado.
La noticia del hallazgo, sin embargo, pronto fue sepultada por la procesión de escalofriantes masacres que los mexicanos presenciamos durante 2010. Quedó entre la colección de anécdotas macabras, como una evidencia más de que en las calles andan sueltas jaurías de demonios acabando con sus semejantes, exterminando a otros seres humanos y deshaciéndose de sus cuerpos con la misma facilidad con que se arroja una bolsa de basura. El pozo era una modesta muestra de la orgía de muerte desatada durante la administración de Felipe Calderón; de las más de 28 mil personas asesinadas desde que el presidente de la República arrojó su lanza de guerra contra el narcotráfico.
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